Me encuentro con una señora vieja (viejísima) a la salida del aeropuerto de Barcelona. Es realmente bajita y tiene la cara tan arrugada que da la impresión de que se está derritiendo. Blanca de pies a cabeza. Blanco pantalón de lino, blanca blusa, blancas zapatillas Victoria, blanco sombrero, blanco foulard. Blancos también su pelo y su piel. Los ojos tan azules que parecen infinitos, las pupilas diminutas como si no quisiesen molestar.
Unos pasos por detrás camina un joven sorprendentemente alto. Negro como el azabache. Negros pantalones, negros zapatos de traje, negra camisa acompañada de negra corbata. Negra la tersa piel que se confunde con los también negros rizos-afro. Tan sólo su sonrisa de millones de dientes y sus ojos alegres contrastan con la negrura de su felicidad.
Y yo recuerdo.
Recuerdo a aquel pobre chiquillo que conocí en cuba. Pelirrojo como las zanahorias, carecía de iris y tenía las pupilas microscópicas, como cabeza de alfiler. No podía salir a la luz del día, el más mínimo rayo de sol le cegaba. El comunismo le había privado de unas gafas de sol, así que únicamente salía por las noches (de ahí su vampírico tono de piel). Nosotros le veíamos pasadas las 10 de la noche, cuando el muchacho resurgía subido en su monopatín oxidado. Jugábamos con él y nos contaba que era el mejor amigo de las cucarachas-de-los-cocoteros, porque ellas también salían únicamente tras la puesta del sol.
...
Mis ojos ven manchas.
Mis oídos escuchan "Crystalline green", de Goldfrapp