one is the lonliest number

Cena con mis padres y unos amigos. Planísimas bailarinas negras de punta cuadrada, como las auténticas, las de ballet. Piernas también cubiertas del color de la noche; medias que me protejan del frío y los malos humos. Vestidín encontrado en un puesto del mercadillo, arrebatado de las manos de una señora-de-abrigo-de-rata-muerta tras una lucha encarnizada (en la que, gracias al cielo, no llegó la sangre al río). Estampado de flores fucsia, muy Oscar-de-la-Renta, por un mísero precio. Monísima con maquillaje cara-lavada (y labios también) y perfume de violetas.

Cenamos bien. Yo solomillo con queso y de postre tocinillo de cielo (hoy me apetecía todo lo -illo de la carta). Todavía el regusto de los caracoles, probados el día anterior. Exquisitos (los caracoles y el solomillo).

Y se me hizo rara la vuelta a casa, paseando por el pueblo.

Me temblaron las rodillas al verlo.
A todas aquellas niñas, varios años menores que yo, frente al pub. Con looks ejecutiva-porno y cientos de zánganos revoloteando a su alrededor.
Porque yo jamás he sido de esas.
No.
Ni zánganos, ni moscardones, ni bocaditos de miel con nueces.
No.
Ni siquiera sé como se hace.

Dentro de meses (sólo meses), la universidad.
Y todo será distinto.
Sí.
O eso espero.
¿Saben de qué les estoy hablando?
Porque no estoy segura de que me estén entendiendo...
Es sólo la locura transitoria de-sábado-noche de una chica que se siente un poquitín poquitín soltera.
Pero sólo una pizquita.
Sí.

Pero es que yo nunca he querido ser la ejecutiva-porno de nadie.

...
Mis ojos ven una fotografía de Diane Arbus.
Mis oídos escuchan a mis párpados cerrarse.