Siempre me ha encantado el día de difuntos por su increíble colorido y su gusto a azúcar y almendra. Adoro esa tetricidad excéntrica y casi cómica de los cementerios llenos de flores, niños y niñas vestidos con sus mejores galas rindiendo homenaje a personas que generalmente ni siquiera conocen -o recuerdan. Las lápidas abandonan su gris habitual para vestirse con pétalos de flores.
Me alegré mucho cuando contemplé la representación que Tim Burton hace del mundo de los muertos, llamémosle más-allá. Un universo paralelo pero muy cercano a este, en el que uno puede encontrarse con las cosas más extrañas, nada es raro o anormal y todos viven en consonancia consigo mismos.... ¡Mira! ¡Me falta un ojo! ¡Qué hermoso hueco!
Cuando era una cría que casi no levantaba ni medio metro del suelo vivía con ilusión estos tres días en los que la muerte se convierte en el epicentro. El treinta y uno clavaba mis manitas en la fría pulpa de las calabazas, recortaba ojos y sonrisas aterradoras llenas de felicidad y las colocaba amorosamente encendiendo la vela para que aquella luz tenebrosa resaltase el ambiente cadavérico del oscuro jardín de grandes camelias. El uno de noviembre era genial, porque no habí clase. Acompañaba a mi madre a la floristería y elegía el centro que más me gustaba para llevar yo al cementerio (generalmente era el más colorido). Caminaba por las calles de mi pueblo orgullosa de mis flores, que me parecían las más bontias de todas. El dos, día de muertos, también me encantaba, porque cuando llegaba de clase sabía que encima de la mesa me esperaba una enorme bandeja de huesitos de santo. Gloriosos dulces de almendra rellenos de las más increíbles substancias y bañados en chocolate blanco, chocolate negro o brillante almíbar. Cañitas rosas, blancas, verdes, marrones o amarillas. Todas ellas ordenadas por colores, en filas y cuidadosamente colocadas sobre las bandejas de blancas puntillas.
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Mis ojos ven las cosas hermosas del día e muertos.
Mis oídos escuchan Tiempo. Jarabe de Palo